sábado, 7 de noviembre de 2009

Soldados de una Guerra Ignorada...


"¡Mamá! ¿Me escuchás? ¡Me voy a Malvinas! No, no digas nada. Me están trasladando ahora… Les mando un beso enorme a vos y a papi. ¡Los quiero mucho! ¡Chau!"

Ya había oscurecido aquella noche. El Hércules aterrizó finalmente en las Islas Malvinas, luego de realizar un viaje esquivando radares. Minutos antes de bajar del avión que los trasladaba, los soldados, recibieron órdenes de cómo decender. Se abrieron la puerta delantera hacia la izquierda, las puertas traseras, y la rampa. A continuación de esto, un suboficial bajó con una soga para formar un cordón, y así guiar a los viajantes, para que no topen con las hélices. Las luces siempre apagadas para no ser detectados por el enemigo.
La tropa dejó sus bolsos y mochilas a un costado de la pista. Luego de esto bajaron los elementos del avión, en el cual sus rampas estaban cargadas con municiones, explosivos, comestibles, entre otros. El avión nunca detuvo sus motores, y después de dejar su contenido, inició inmediatamente el despegue.
Alberto Calderón, soldado enfermero de la tropa del ejército, quedó perplejo tras ver la oscuridad del territorio y escuchar un fuerte grito de “¡Viva la Patria!”. Luego de esto, en la pista encontró a conocidos que lo esperaban; un abrazo con ellos creó lo que siempre recordará con una emoción inolvidable.
Alberto y sus compañeros se alojaron en un gimnasio, junto a otros comandos, los de la 601, que estaban combatiendo ya desde antes.
Un sargento a cargo del lugar tomó la atención de los nuevos visitantes y dijo: "Señores, tengan ustedes muy buenas noches, a partir de ahora ustedes van a ser parte de una página de la historia Argentina". Con esta frase, aquel 1 de mayo, comenzó la guerra para Alberto.
Los siguientes dos días, Alberto ya estaba instalado, tratándose de acostumbrar al clima helado que los acompañaba en aquel momento. Una serie de marchas forzadas, seguido de adiestramiento físico, eran la rutina de su temporada. Probaba el equipo, para saber si servía en las marchas con temperaturas frías, y bajo la lluvia.
A pesar de tener los medios de comunicación presente, Alberto y sus compañeros no recibían información alguna desde Buenos Aires. Aquí, en cambió, se planteaba el triunfo constante que tenían estos combatientes en la Isla. Aún siendo mentira, tras la importante cantidad de muertos que tenía como resultado el ejercito argentino, sin lograr un objetivo positivo.
Tras el atardecer de aquel día, Alberto tomó sus elementos de medicina y salió junto con sus compañeros a patrullar. El frío ya lo invadía cada vez más y más, y no sólo lo notaba en sí mismo, sino también en sus compañeros. Encontró paso a paso a sus compatriotas, a quienes mas tarde atendería. Alberto, los reconocía por su babeluco blanco, puesto por parte de los ingleses para identificarlos como soldados heridos, con petición de auxilio. Un instante de pánico y tristeza recorrió el cuerpo del joven Alberto, con sus 25 años. Las primeras noticias de fallecidos llegaban a sus oídos. Con el trascurso del día, esta noticia iba aumentando más y más. Alberto más tarde lo tomaría como una rutina.
Había pasado una semana de su llegada. Alberto todavía no podía aceptar la idea de tener que dejar a sus compañeros muertos en un territorio enemigo.
Eran las 4 de la tarde, Alberto volvió a su trinchera. Metió la mano en su bolsillo y recordó la docena de fotos que su mujer le había guardado. Eran de su hija, de ella, de sus padres, y algunas en la que estaba toda la familia reunida. Inmediatamente sus sentidos se vencen, sus emociones salen a flor de piel. Un sentimiento de rencor y dolor lo obligo a caer, cubierto de un llanto desconsolado. “Por ellos”, repetía entre lágrimas q no acababan. Así se mantuvo una larga hora, sus compañeros no podían calmarlo. Hasta que todo terminó de repente. Un explosivo de sus enemigos, cayó a un costado de ellos. Rápidamente, tomaron a Alberto en sus hombros y lo trasladaron a un lugar mas seguro. La odisea había comenzado.
En el combate, el joven tenía el cargo de capitán-médico. Pero también era soldado. Organizaba las emboscadas. Eran las 6 de la tarde y la primera de ellas estaba planeada. Alberto dio la orden de caminar por donde había movimiento. Es así como buscaban entonces, el mismo movimiento en la oscuridad, e iban tras él. Silencioso dirigía la manada, a la orden de un grito, sorprenderían a su enemigo, por la espalda. Nunca hubo mejor defensa, que un buen ataque. Aquel día de emboscada, Alberto lo recordaba como una noche terriblemente fría, donde debía estar sin moverse de su puesto, y así él y los demás terminaban por escarcharse, poniéndose más que pálidos. Después sólo sería algo habitual en las misiones. En esta lucha Alberto no olvidó nunca el rival con el que combatió. Su grupo de combate se encontró con un enemigo realmente muy capaz, con muy buenos elementos de apoyo y visores. Pero no sólo terminó con este descubrimiento, sino que en este primer combate, Alberto notó una lucha muy violenta, y agresiva, por parte del enemigo. Las bengalas obligaron al joven y su grupo a agachar la cabeza, hasta que pasaran. Así mismo también tenía la responsabilidad de detectar desde donde venían los ataques. Esto era fácil para él. El enemigo gritaba mucho, ya que daba sus órdenes en voz alta. Ellos por su parte, ya contaban con dos muertos y dos heridos. Es ahí donde Alberto reconoció que el contrincante estaba haciendo las cosas muy bien. El combate fue muy duro. Tras varias horas de lucha finalmente todo termino.
Alberto volvió con sus compañeros a su zona planteada como centro de comando, el Hospital Militar.
El frío cada vez se sentía más. La escasez de comida era una razón para perder la debilidad de sus cuerpos. Alberto, sólo pensaba en su familia. Su pequeña hija de un año, le daba las fuerzas para ponerse de pie y seguir adelante. Hasta el momento, todavía la carta escrita por sus pocas fuerzas, seguía incompleta en su bunker, a la espera de ser enviada. No tenía el valor de hacerlo. No tenía el derecho de contar su realidad.
Los días seguían pasando. Momentos de alegría, eran un simple recuerdo en la guerra. Alberto notaba la posibilidad de volver. Pero sólo podía presentársele a él si estaba muy herido, pocos casos en los que daba la orden para embarcarlos rumbo a Puerto Argentino. Sentimiento de patriota, era por momentos lo que rondaba en su espíritu de médico soldado. Era una de las causas de querer ayudar en la lucha. La respuesta de sus superiores, ante las peores situaciones: cubrir hasta las últimas consecuencias, y una vez que hubiesen abandonado el campo los infantes enemigos, se retirarían ellos.
Fideos fríos y crudos eran especialidad de su menú habitual. Pero siendo prisioneros, Alberto trataba de pensar maniobras destinadas a pasarla mejor. No sabía cuánto tiempo más permanecería en esa condición.
Los combates continuaban todos los días, mayormente a la noche, cuando caía el sol, y la oscuridad cómplice, ocultaba a los enemigos en el campo de batalla. Alberto notó las complicaciones que se le iban presentando en ellos. Peleaba contra seres humanos que no querían morir, que tenían hambre, y frío. Y sobre todo corrían con una ventaja: eran profesionales y capacitados para la situación. Alberto era médico y soldado de carrera. Un joven de 25 años capacitado. Pero le costaba entender la situación de un adolescente de 18 años, sin conocimiento militar, que lo acompañaba en muchas de las almas que caminaban junto a él, en combate.

Un día, en medio de la interminable guerra, Alberto se encontraba curando heridos, en una de las carpas de auxilio. Se abrieron las telas que funcionaban como puertas de “hospital” y Alberto ve entrar un joven, bastante chico para ser soldado. Inmediatamente termina lo que estaba haciendo y se dirige a él, que esperaba a un costado ser atendido. “¿Cómo te llamas pibe? ¿Qué haces acá, qué te pasó?”, nervioso preguntaba Alberto tras sostenerle la herida de bala de su brazo izquierdo, que no paraba de sangrar. El chico, un poco asustado y todavía en estado de shock, no respondió ninguna de las preguntas. Era un muerto en vida. Su brazo, destrozado, daba señales de posible amputación. Gritos incalculables flotaban por la carpa, para curar al joven. Alberto daba órdenes que pocos cumplían. Muchos pacientes y pocos médicos. De pronto Alberto siente una voz. Un sonido dulce toma por completo la atención del médico a su cargo. Alberto mira rápidamente al joven herido y escucha un “No pierdas tiempo en mí… apenas se leer y escribir, y no tengo familia, apenas una novia… cura a ellos que tiene una oportunidad de vida.”. Alberto quedó perplejo. Cómo dejarlo desangrar, cuando él mismo era el sentido de su vida, curándole la herida. Segundos interminables, donde ambas miradas se entrecruzaron y el mismo sentimiento de rencor, recorría sus cuerpos. Rápidamente, tomó las vendas el mismo, le quitó la bala y le sanó la herida. El joven Vicente, herido tras querer sorprender por detrás a un inglés, cuando cargaba su arma, pensaba que a sus 18 años, su vida no tenía sentido. Alberto, lo curó y siguió con los demás pacientes. Gritos y corridas seguían dentro del lugar. Mientras tanto el joven médico, no le quitaba la vista de encima, a Vicente, quien disimuladamente lo observaba en su labor heroica por salvar vidas. Dos horas después, la carpa ya calmada. Los pocos heridos que sobraban estaban tranquilos y serenos. Alberto se quitó los guantes descartables llenos de sangre, los tiró en un tacho, y se acercó nuevamente a Vicente. Le tomó su mano, y estrechándola le dijo: “está acá por una razón desconocida, y no buscada por vos, seguro… yo, en cambio, estoy por propia voluntad….creo. Tu vida acabará cuando tengas todos tus sueños cumplidos, igual que la mía. Mi vida no terminará hasta verte de vuelta en Buenos Aires, sentados ambos en un café, y recordando anécdotas felices, a partir de que nos conocimos hace dos horas… ¿te quedó claro?...”. Fue así como Alberto logró una mueca de sonrisa en la cara de Vicente. A partir de ahí, fueron inseparables amigos de guerra.
La luz del amanecer, despertó a Alberto de su trinchera. El joven se negaba a abrir los ojos, se negaba a afrontar la realidad que lo azotaba. En sus sueños, se trasladaba a su hogar en donde su hija gateaba con dirección a sus brazos, y era entonces donde se sentía el hombre más feliz del mundo. Pero la realidad algún día la tendría que sobrepasar. Diez días trascurridos, y la carta todavía esperando. Se levanto y se sentó a escribir. Las palabras no salían, y en su cabeza, flotaban como si nada. No se animaba a escribir su realidad, ni tampoco lo dejarían, si tuviese ese valor. No quería mentir, pues era la peor falsedad del mundo. “Te extraño…”, escribió de repente. Y las palabras fueron surgiendo solas, hasta completar el manuscrito, días antes empezados. Saludos a su esposa, a su hija, y a toda la familia, eran la mitad de la carta. Deseos a cumplir, eran otra parte, y sentimientos de rencor a la vida, otro tanto. Dejo bien en claro lo mucho que los extrañaba. Todo esto resaltado por las corridas de tinta, a causa de las lágrimas secadas sobre el papel. Finalmente la envió. Dos días después recibió una carta de respuesta. Cuatro hermosas hojas, llenas de amor, de sentimientos que podrían quebrar a cualquier soldado en momentos difíciles. Escrita con un increíble cuidado de no contar malas noticias, y solo informar las maravillosas cosas que lo esperarían a su regreso, como por ejemplo, el caminar que había logrado esos días, su pequeña hija Ema. “Lo filmamos, y lo verás en vivo a tu regreso”, decía exactamente.
Casi un mes, habían pasado… Alberto todavía en las Islas. Aquel 30 de mayo de 1982, fue uno de los días más sangrientos en la memoria de él. Fue ese día donde los ataques británicos, ocasionaron recuerdos imborrables. Eran las cero horas, y él seguía atendiendo heridos desde el día anterior, de repente un aviso de ataques, ocasionó que todos estén mas alertas por próximos pacientes. Fue así, como alrededor de la una de la madrugada empezaron a llegar soldados, tras ser cañoneados buques de su ejército propio. Ocho suboficiales resultaron gravemente heridos. Uno de ellos, a quien Alberto recuerda con mas afecto, fue el responsable de ser bendecido de por vida, tras haberlo salvado de una amputación de pierna, la cual era considerada por varios colegas suyos, pero no aprobada por él. Seguimiento de curaciones y constantes medicamentos, lograron curarlo y evitarle tal sufrimiento de pérdida. Mas tarde llegaron una docena de heridos, tras haber sido bombardeado un avión de combate en sus cercanías, y caer en un campo de trincheras argentinas. Y de nuevo una nube de gritos ocuparía el lugar.
Sus misiones de combate en campo, ya no eran habituales. Eran tanto los heridos y caídos que Alberto, no se dedicaba más que a curar, en vez de atacar. Las bendiciones seguían, y los llantos desconsolados por muertes también. Alberto era partícipe de cómo se llevaban las pilas de cuerpos sin vida, a un descampado para enterrarlos. Cada día recorría el campo de batalla viendo más y más cascos que antes eran usados, y ahora yacían esperando a su dueño.
Las municiones de primeros auxilios eran escasas y no alcanzaban. Los reemplazos de las mismas, nunca llegaban. La comida igual. Los aviones de carga con ellas, eran atacados o nunca llegaban por que no los enviaban. Así y todo, la tortura psicológica no tenía limites, y parecía que nadie en Buenos Aires se acordaba de ellos.
Alberto sabía que su familia estaba pendiente de él, pero que no tenía el poder para llevarlo de regreso. Prisionero de una guerra sin fin. Así se sentía el joven médico soldado en Malvinas.
Los días pasaban, y no había noticia alguna. En Buenos Aires, mientras tanto, un espíritu de triunfo gobernaba el pueblo. Los militantes a cargo del gobierno, daban a conocer buenas noticias que nunca ocurrían, pues ¿cómo decirle a un país entero que jóvenes de entre 18 y 28 años aproximadamente, estaban a cargo de las Islas Malvinas, y en las circunstancias atroces en que se encontraban? Alberto, no sabía de esto. Pero si se imaginaba que no se plantearía la situación tal cual era, pues a ellos no dejaban cortárselas en sus correos permitidos debes en cuando. Pero Alberto se negaba a justificar esta ocultación. En el principio de la guerra el joven médico, llegó con un poco de entusiasmo. Antes de partir a las Islas, había llamado a su madre y en su voz sólo había alegría y orgullo. Después… sólo tenía profundo miedo y ganas constantes de regresar. Pesadillas todas las noches, ahora eran parte de su rutina. Despierto negaba todo miedo, aunque por dentro, el mismo lo invadía, al tal punto de perder la razón, por momentos. Al principio no lo entendía. Después, tubo que reconocer ante Vicente, su gran amigo, que tenía un pequeño problema cerebral, tras los constantes ataques y situaciones vividas: partes de su memoria le eran desconocidas. Los datos ya no eran los mismos que antes, y su agilidad en la medicina, se iban decayendo.
Uno de los momentos que recordaría para siempre Alberto sería el anochecer del 13 de junio. El médico seguía dentro de la guerra todavía. Por saber medicina y por encontrarse en “sus cabales” según sus superiores, no tenía el permiso de retirarse todavía. “Tengo una hija de un año que me necesita…” Repetía constantemente, pero parecía nadie escucharlo. Pero ello no fue lo que lo marcó de por vida aquel día. Como era rutina de su labor, avisos de heridos llegaban constantemente. Juan Pablo, un colega de Alberto, grito de repente. “¡Tu amigo, Alberto, tu amigo!”. Éste un poco distraído, no le prestó atención. Fue por eso, que Juan Pablo lo tomó del brazo, le quitó el agua oxigenada que tenía en sus manos y se la dio a un enfermero que lo suplantaría en su labor. Lo llevó fuera de la carpa y le mostró la peor situación. Una tela manchada de sangre, que funcionaba como camilla, traía a su amigo Vicente, muy mal herido, otra vez. Gritos de dolor constantes. Delirios por momentos a causa de una fiebre que no bajaba. Sangre por todos lados de su cuerpo. Y Alberto no sabía por donde comenzar. Éste vio como lo llevaban dentro de la carpa de auxilio y lo colocaban en una camilla para su sanación. “Cuida a Marta…” le repetía Vicente continuamente a Alberto. Marta era la novia y futura esposa de Vicente, la cual era constantemente personaje de las conversaciones que entablaban. Herido por todos lados, ya había perdido mucha sangre. Trabajos, esfuerzos y negaciones a parar, por parte de Alberto. “¡¡¡Sigan, Dios no te lo lleves por favor!!!”, decía todo el tiempo éste. Vicente ya no hablaba. Yacía inconsciente sobre la camilla, y su presión disminuía… al igual que su pulso. “Se fue…” dijo Juan Pablo. A continuación, gritos de dolor, patadas y golpes a los que estaban a su lado, y un llanto desconsolado entonó aquel día Alberto. Su único amigo en la guerra se había ido, el único que lo había comprendido y por el cual había luchado gran parte de la guerra, ahora sólo descansaba en paz en una camilla. Alberto nunca se perdonó no haberle salvada la vida.
A esta altura, Alberto declaró no tener más fuerzas para seguir, no quería vivir.
Rezaba continuamente el día de la muerte de su amigo. Le pedía a Dios que cuide a su amigo, que lo tenga en sus brazos y le de la misma protección que días antes le había pedido para su familia.
El día siguiente Alberto comprendió, que no sólo Dios lo había escuchado para sus pedidos, sino también para su propio cuidado. El 14 de junio de 1982, a las 10:00 horas, cesó el fuego enemigo, actitud que imitaron las propias tropas argentinas. A las 10:30 horas, los efectivos argentinos, recibieron la orden de alto el fuego. De esta forma, Alberto pudo presenciar el cese del fuego, que luego daría lugar a que el comandante británico iniciara conversaciones con el gobernador militar de Malvinas, las que condujeron a las 21:00 horas, a la firma de una capitulación, no rendición incondicional, de las fuerzas argentinas.
El 15 de junio, Alberto partió rumbo a Buenos Aires, donde más tarde lo esperaron, las fuerzas militares argentinas, quienes lo tuvieron unos días en cautiverio y recuperación, y más tarde lo mandaron a su hogar, donde lo esperaban ansiosa su familia entera, y su hija ya de pie, quien le dio el abrazo mas hermoso de su vida entera. Y fue en ese momento, donde volvió a vivir.
Años más tarde. Precisamente el 10 octubre de 2009, Alberto Calmerón, tomó nuevamente un avión con rumbo a Malvinas. Gracias al acuerdo entre ambos países, Alberto y familiares de caídos en la guerra, pudieron volver al territorio de combate a visitar a los héroes que descansaban en el cementerio de Darwin, en las Islas. Eran las 9.55hs cuando arribaron a tierra malvinense, en un vuelo de LAN. Bajo un cielo despejado y sol resplandeciente, a las 11.40hs comenzó la misa a cargo del padre Miguel Martínez Torrens, capellán militar en Malvinas, durante todo el conflicto bélico.
Fue segundos después de comenzar la misa, cuando Alberto tomó el rosario que le había regalado su gran amigo, y comenzó a caminar entre las tumbas. De pronto se topa con una lápida que le llama la atención, junto a ella estaba la de su amigo. Un lema de “Aquí yace Vicente López de Cortez”, no bastó para identificarlo. Se puso de cuclillas y con el rosario en sus manos, comenzó a llorar. Entre susurros mencionó unas palabras, entre las cuales algunas le quedarán para el recuerdo. “Y llegué de nuevo… no tengo las fuerzas para esto… nunca las tuve. Jamás pensé que te irías de mi lado, luego de la primera vez que hablamos. Nunca comprendí que un jovencito de 18 años, pudiese haber vivido tal atroz situación. Pero no vine aquí a reprochar nada, sólo vine a verte a voz, mi gran amigo…”. Luego de hablarle un rato a la lapida, y de sonreír entre los llantos mas grandes de su vida, Alberto por fin entendió que todo había acabado. Y que ahora él y su gran amigo siempre estarían juntos. Como todos aquellos que acompañaban a Vicente en su lugar de descanso. Por que sólo ellos supieron la tortura, y malestares que pasaron y vivieron día a día. Sin contar la vergüenza que sintieron ellos y todos los soldados, al tener que rendirse, frente los ingleses. Y es así como muchísimos de ellos, en forma injusta, yacen como Vicente, en un cementerio de territorio dominado por el enemigo, con placas que los identifica, y la mayoría de ellos con una placa que los generaliza con “Soldado sólo conocido por Dios”.




María Florencia Vallée.