sábado, 7 de noviembre de 2009

Soldados de una Guerra Ignorada...


"¡Mamá! ¿Me escuchás? ¡Me voy a Malvinas! No, no digas nada. Me están trasladando ahora… Les mando un beso enorme a vos y a papi. ¡Los quiero mucho! ¡Chau!"

Ya había oscurecido aquella noche. El Hércules aterrizó finalmente en las Islas Malvinas, luego de realizar un viaje esquivando radares. Minutos antes de bajar del avión que los trasladaba, los soldados, recibieron órdenes de cómo decender. Se abrieron la puerta delantera hacia la izquierda, las puertas traseras, y la rampa. A continuación de esto, un suboficial bajó con una soga para formar un cordón, y así guiar a los viajantes, para que no topen con las hélices. Las luces siempre apagadas para no ser detectados por el enemigo.
La tropa dejó sus bolsos y mochilas a un costado de la pista. Luego de esto bajaron los elementos del avión, en el cual sus rampas estaban cargadas con municiones, explosivos, comestibles, entre otros. El avión nunca detuvo sus motores, y después de dejar su contenido, inició inmediatamente el despegue.
Alberto Calderón, soldado enfermero de la tropa del ejército, quedó perplejo tras ver la oscuridad del territorio y escuchar un fuerte grito de “¡Viva la Patria!”. Luego de esto, en la pista encontró a conocidos que lo esperaban; un abrazo con ellos creó lo que siempre recordará con una emoción inolvidable.
Alberto y sus compañeros se alojaron en un gimnasio, junto a otros comandos, los de la 601, que estaban combatiendo ya desde antes.
Un sargento a cargo del lugar tomó la atención de los nuevos visitantes y dijo: "Señores, tengan ustedes muy buenas noches, a partir de ahora ustedes van a ser parte de una página de la historia Argentina". Con esta frase, aquel 1 de mayo, comenzó la guerra para Alberto.
Los siguientes dos días, Alberto ya estaba instalado, tratándose de acostumbrar al clima helado que los acompañaba en aquel momento. Una serie de marchas forzadas, seguido de adiestramiento físico, eran la rutina de su temporada. Probaba el equipo, para saber si servía en las marchas con temperaturas frías, y bajo la lluvia.
A pesar de tener los medios de comunicación presente, Alberto y sus compañeros no recibían información alguna desde Buenos Aires. Aquí, en cambió, se planteaba el triunfo constante que tenían estos combatientes en la Isla. Aún siendo mentira, tras la importante cantidad de muertos que tenía como resultado el ejercito argentino, sin lograr un objetivo positivo.
Tras el atardecer de aquel día, Alberto tomó sus elementos de medicina y salió junto con sus compañeros a patrullar. El frío ya lo invadía cada vez más y más, y no sólo lo notaba en sí mismo, sino también en sus compañeros. Encontró paso a paso a sus compatriotas, a quienes mas tarde atendería. Alberto, los reconocía por su babeluco blanco, puesto por parte de los ingleses para identificarlos como soldados heridos, con petición de auxilio. Un instante de pánico y tristeza recorrió el cuerpo del joven Alberto, con sus 25 años. Las primeras noticias de fallecidos llegaban a sus oídos. Con el trascurso del día, esta noticia iba aumentando más y más. Alberto más tarde lo tomaría como una rutina.
Había pasado una semana de su llegada. Alberto todavía no podía aceptar la idea de tener que dejar a sus compañeros muertos en un territorio enemigo.
Eran las 4 de la tarde, Alberto volvió a su trinchera. Metió la mano en su bolsillo y recordó la docena de fotos que su mujer le había guardado. Eran de su hija, de ella, de sus padres, y algunas en la que estaba toda la familia reunida. Inmediatamente sus sentidos se vencen, sus emociones salen a flor de piel. Un sentimiento de rencor y dolor lo obligo a caer, cubierto de un llanto desconsolado. “Por ellos”, repetía entre lágrimas q no acababan. Así se mantuvo una larga hora, sus compañeros no podían calmarlo. Hasta que todo terminó de repente. Un explosivo de sus enemigos, cayó a un costado de ellos. Rápidamente, tomaron a Alberto en sus hombros y lo trasladaron a un lugar mas seguro. La odisea había comenzado.
En el combate, el joven tenía el cargo de capitán-médico. Pero también era soldado. Organizaba las emboscadas. Eran las 6 de la tarde y la primera de ellas estaba planeada. Alberto dio la orden de caminar por donde había movimiento. Es así como buscaban entonces, el mismo movimiento en la oscuridad, e iban tras él. Silencioso dirigía la manada, a la orden de un grito, sorprenderían a su enemigo, por la espalda. Nunca hubo mejor defensa, que un buen ataque. Aquel día de emboscada, Alberto lo recordaba como una noche terriblemente fría, donde debía estar sin moverse de su puesto, y así él y los demás terminaban por escarcharse, poniéndose más que pálidos. Después sólo sería algo habitual en las misiones. En esta lucha Alberto no olvidó nunca el rival con el que combatió. Su grupo de combate se encontró con un enemigo realmente muy capaz, con muy buenos elementos de apoyo y visores. Pero no sólo terminó con este descubrimiento, sino que en este primer combate, Alberto notó una lucha muy violenta, y agresiva, por parte del enemigo. Las bengalas obligaron al joven y su grupo a agachar la cabeza, hasta que pasaran. Así mismo también tenía la responsabilidad de detectar desde donde venían los ataques. Esto era fácil para él. El enemigo gritaba mucho, ya que daba sus órdenes en voz alta. Ellos por su parte, ya contaban con dos muertos y dos heridos. Es ahí donde Alberto reconoció que el contrincante estaba haciendo las cosas muy bien. El combate fue muy duro. Tras varias horas de lucha finalmente todo termino.
Alberto volvió con sus compañeros a su zona planteada como centro de comando, el Hospital Militar.
El frío cada vez se sentía más. La escasez de comida era una razón para perder la debilidad de sus cuerpos. Alberto, sólo pensaba en su familia. Su pequeña hija de un año, le daba las fuerzas para ponerse de pie y seguir adelante. Hasta el momento, todavía la carta escrita por sus pocas fuerzas, seguía incompleta en su bunker, a la espera de ser enviada. No tenía el valor de hacerlo. No tenía el derecho de contar su realidad.
Los días seguían pasando. Momentos de alegría, eran un simple recuerdo en la guerra. Alberto notaba la posibilidad de volver. Pero sólo podía presentársele a él si estaba muy herido, pocos casos en los que daba la orden para embarcarlos rumbo a Puerto Argentino. Sentimiento de patriota, era por momentos lo que rondaba en su espíritu de médico soldado. Era una de las causas de querer ayudar en la lucha. La respuesta de sus superiores, ante las peores situaciones: cubrir hasta las últimas consecuencias, y una vez que hubiesen abandonado el campo los infantes enemigos, se retirarían ellos.
Fideos fríos y crudos eran especialidad de su menú habitual. Pero siendo prisioneros, Alberto trataba de pensar maniobras destinadas a pasarla mejor. No sabía cuánto tiempo más permanecería en esa condición.
Los combates continuaban todos los días, mayormente a la noche, cuando caía el sol, y la oscuridad cómplice, ocultaba a los enemigos en el campo de batalla. Alberto notó las complicaciones que se le iban presentando en ellos. Peleaba contra seres humanos que no querían morir, que tenían hambre, y frío. Y sobre todo corrían con una ventaja: eran profesionales y capacitados para la situación. Alberto era médico y soldado de carrera. Un joven de 25 años capacitado. Pero le costaba entender la situación de un adolescente de 18 años, sin conocimiento militar, que lo acompañaba en muchas de las almas que caminaban junto a él, en combate.

Un día, en medio de la interminable guerra, Alberto se encontraba curando heridos, en una de las carpas de auxilio. Se abrieron las telas que funcionaban como puertas de “hospital” y Alberto ve entrar un joven, bastante chico para ser soldado. Inmediatamente termina lo que estaba haciendo y se dirige a él, que esperaba a un costado ser atendido. “¿Cómo te llamas pibe? ¿Qué haces acá, qué te pasó?”, nervioso preguntaba Alberto tras sostenerle la herida de bala de su brazo izquierdo, que no paraba de sangrar. El chico, un poco asustado y todavía en estado de shock, no respondió ninguna de las preguntas. Era un muerto en vida. Su brazo, destrozado, daba señales de posible amputación. Gritos incalculables flotaban por la carpa, para curar al joven. Alberto daba órdenes que pocos cumplían. Muchos pacientes y pocos médicos. De pronto Alberto siente una voz. Un sonido dulce toma por completo la atención del médico a su cargo. Alberto mira rápidamente al joven herido y escucha un “No pierdas tiempo en mí… apenas se leer y escribir, y no tengo familia, apenas una novia… cura a ellos que tiene una oportunidad de vida.”. Alberto quedó perplejo. Cómo dejarlo desangrar, cuando él mismo era el sentido de su vida, curándole la herida. Segundos interminables, donde ambas miradas se entrecruzaron y el mismo sentimiento de rencor, recorría sus cuerpos. Rápidamente, tomó las vendas el mismo, le quitó la bala y le sanó la herida. El joven Vicente, herido tras querer sorprender por detrás a un inglés, cuando cargaba su arma, pensaba que a sus 18 años, su vida no tenía sentido. Alberto, lo curó y siguió con los demás pacientes. Gritos y corridas seguían dentro del lugar. Mientras tanto el joven médico, no le quitaba la vista de encima, a Vicente, quien disimuladamente lo observaba en su labor heroica por salvar vidas. Dos horas después, la carpa ya calmada. Los pocos heridos que sobraban estaban tranquilos y serenos. Alberto se quitó los guantes descartables llenos de sangre, los tiró en un tacho, y se acercó nuevamente a Vicente. Le tomó su mano, y estrechándola le dijo: “está acá por una razón desconocida, y no buscada por vos, seguro… yo, en cambio, estoy por propia voluntad….creo. Tu vida acabará cuando tengas todos tus sueños cumplidos, igual que la mía. Mi vida no terminará hasta verte de vuelta en Buenos Aires, sentados ambos en un café, y recordando anécdotas felices, a partir de que nos conocimos hace dos horas… ¿te quedó claro?...”. Fue así como Alberto logró una mueca de sonrisa en la cara de Vicente. A partir de ahí, fueron inseparables amigos de guerra.
La luz del amanecer, despertó a Alberto de su trinchera. El joven se negaba a abrir los ojos, se negaba a afrontar la realidad que lo azotaba. En sus sueños, se trasladaba a su hogar en donde su hija gateaba con dirección a sus brazos, y era entonces donde se sentía el hombre más feliz del mundo. Pero la realidad algún día la tendría que sobrepasar. Diez días trascurridos, y la carta todavía esperando. Se levanto y se sentó a escribir. Las palabras no salían, y en su cabeza, flotaban como si nada. No se animaba a escribir su realidad, ni tampoco lo dejarían, si tuviese ese valor. No quería mentir, pues era la peor falsedad del mundo. “Te extraño…”, escribió de repente. Y las palabras fueron surgiendo solas, hasta completar el manuscrito, días antes empezados. Saludos a su esposa, a su hija, y a toda la familia, eran la mitad de la carta. Deseos a cumplir, eran otra parte, y sentimientos de rencor a la vida, otro tanto. Dejo bien en claro lo mucho que los extrañaba. Todo esto resaltado por las corridas de tinta, a causa de las lágrimas secadas sobre el papel. Finalmente la envió. Dos días después recibió una carta de respuesta. Cuatro hermosas hojas, llenas de amor, de sentimientos que podrían quebrar a cualquier soldado en momentos difíciles. Escrita con un increíble cuidado de no contar malas noticias, y solo informar las maravillosas cosas que lo esperarían a su regreso, como por ejemplo, el caminar que había logrado esos días, su pequeña hija Ema. “Lo filmamos, y lo verás en vivo a tu regreso”, decía exactamente.
Casi un mes, habían pasado… Alberto todavía en las Islas. Aquel 30 de mayo de 1982, fue uno de los días más sangrientos en la memoria de él. Fue ese día donde los ataques británicos, ocasionaron recuerdos imborrables. Eran las cero horas, y él seguía atendiendo heridos desde el día anterior, de repente un aviso de ataques, ocasionó que todos estén mas alertas por próximos pacientes. Fue así, como alrededor de la una de la madrugada empezaron a llegar soldados, tras ser cañoneados buques de su ejército propio. Ocho suboficiales resultaron gravemente heridos. Uno de ellos, a quien Alberto recuerda con mas afecto, fue el responsable de ser bendecido de por vida, tras haberlo salvado de una amputación de pierna, la cual era considerada por varios colegas suyos, pero no aprobada por él. Seguimiento de curaciones y constantes medicamentos, lograron curarlo y evitarle tal sufrimiento de pérdida. Mas tarde llegaron una docena de heridos, tras haber sido bombardeado un avión de combate en sus cercanías, y caer en un campo de trincheras argentinas. Y de nuevo una nube de gritos ocuparía el lugar.
Sus misiones de combate en campo, ya no eran habituales. Eran tanto los heridos y caídos que Alberto, no se dedicaba más que a curar, en vez de atacar. Las bendiciones seguían, y los llantos desconsolados por muertes también. Alberto era partícipe de cómo se llevaban las pilas de cuerpos sin vida, a un descampado para enterrarlos. Cada día recorría el campo de batalla viendo más y más cascos que antes eran usados, y ahora yacían esperando a su dueño.
Las municiones de primeros auxilios eran escasas y no alcanzaban. Los reemplazos de las mismas, nunca llegaban. La comida igual. Los aviones de carga con ellas, eran atacados o nunca llegaban por que no los enviaban. Así y todo, la tortura psicológica no tenía limites, y parecía que nadie en Buenos Aires se acordaba de ellos.
Alberto sabía que su familia estaba pendiente de él, pero que no tenía el poder para llevarlo de regreso. Prisionero de una guerra sin fin. Así se sentía el joven médico soldado en Malvinas.
Los días pasaban, y no había noticia alguna. En Buenos Aires, mientras tanto, un espíritu de triunfo gobernaba el pueblo. Los militantes a cargo del gobierno, daban a conocer buenas noticias que nunca ocurrían, pues ¿cómo decirle a un país entero que jóvenes de entre 18 y 28 años aproximadamente, estaban a cargo de las Islas Malvinas, y en las circunstancias atroces en que se encontraban? Alberto, no sabía de esto. Pero si se imaginaba que no se plantearía la situación tal cual era, pues a ellos no dejaban cortárselas en sus correos permitidos debes en cuando. Pero Alberto se negaba a justificar esta ocultación. En el principio de la guerra el joven médico, llegó con un poco de entusiasmo. Antes de partir a las Islas, había llamado a su madre y en su voz sólo había alegría y orgullo. Después… sólo tenía profundo miedo y ganas constantes de regresar. Pesadillas todas las noches, ahora eran parte de su rutina. Despierto negaba todo miedo, aunque por dentro, el mismo lo invadía, al tal punto de perder la razón, por momentos. Al principio no lo entendía. Después, tubo que reconocer ante Vicente, su gran amigo, que tenía un pequeño problema cerebral, tras los constantes ataques y situaciones vividas: partes de su memoria le eran desconocidas. Los datos ya no eran los mismos que antes, y su agilidad en la medicina, se iban decayendo.
Uno de los momentos que recordaría para siempre Alberto sería el anochecer del 13 de junio. El médico seguía dentro de la guerra todavía. Por saber medicina y por encontrarse en “sus cabales” según sus superiores, no tenía el permiso de retirarse todavía. “Tengo una hija de un año que me necesita…” Repetía constantemente, pero parecía nadie escucharlo. Pero ello no fue lo que lo marcó de por vida aquel día. Como era rutina de su labor, avisos de heridos llegaban constantemente. Juan Pablo, un colega de Alberto, grito de repente. “¡Tu amigo, Alberto, tu amigo!”. Éste un poco distraído, no le prestó atención. Fue por eso, que Juan Pablo lo tomó del brazo, le quitó el agua oxigenada que tenía en sus manos y se la dio a un enfermero que lo suplantaría en su labor. Lo llevó fuera de la carpa y le mostró la peor situación. Una tela manchada de sangre, que funcionaba como camilla, traía a su amigo Vicente, muy mal herido, otra vez. Gritos de dolor constantes. Delirios por momentos a causa de una fiebre que no bajaba. Sangre por todos lados de su cuerpo. Y Alberto no sabía por donde comenzar. Éste vio como lo llevaban dentro de la carpa de auxilio y lo colocaban en una camilla para su sanación. “Cuida a Marta…” le repetía Vicente continuamente a Alberto. Marta era la novia y futura esposa de Vicente, la cual era constantemente personaje de las conversaciones que entablaban. Herido por todos lados, ya había perdido mucha sangre. Trabajos, esfuerzos y negaciones a parar, por parte de Alberto. “¡¡¡Sigan, Dios no te lo lleves por favor!!!”, decía todo el tiempo éste. Vicente ya no hablaba. Yacía inconsciente sobre la camilla, y su presión disminuía… al igual que su pulso. “Se fue…” dijo Juan Pablo. A continuación, gritos de dolor, patadas y golpes a los que estaban a su lado, y un llanto desconsolado entonó aquel día Alberto. Su único amigo en la guerra se había ido, el único que lo había comprendido y por el cual había luchado gran parte de la guerra, ahora sólo descansaba en paz en una camilla. Alberto nunca se perdonó no haberle salvada la vida.
A esta altura, Alberto declaró no tener más fuerzas para seguir, no quería vivir.
Rezaba continuamente el día de la muerte de su amigo. Le pedía a Dios que cuide a su amigo, que lo tenga en sus brazos y le de la misma protección que días antes le había pedido para su familia.
El día siguiente Alberto comprendió, que no sólo Dios lo había escuchado para sus pedidos, sino también para su propio cuidado. El 14 de junio de 1982, a las 10:00 horas, cesó el fuego enemigo, actitud que imitaron las propias tropas argentinas. A las 10:30 horas, los efectivos argentinos, recibieron la orden de alto el fuego. De esta forma, Alberto pudo presenciar el cese del fuego, que luego daría lugar a que el comandante británico iniciara conversaciones con el gobernador militar de Malvinas, las que condujeron a las 21:00 horas, a la firma de una capitulación, no rendición incondicional, de las fuerzas argentinas.
El 15 de junio, Alberto partió rumbo a Buenos Aires, donde más tarde lo esperaron, las fuerzas militares argentinas, quienes lo tuvieron unos días en cautiverio y recuperación, y más tarde lo mandaron a su hogar, donde lo esperaban ansiosa su familia entera, y su hija ya de pie, quien le dio el abrazo mas hermoso de su vida entera. Y fue en ese momento, donde volvió a vivir.
Años más tarde. Precisamente el 10 octubre de 2009, Alberto Calmerón, tomó nuevamente un avión con rumbo a Malvinas. Gracias al acuerdo entre ambos países, Alberto y familiares de caídos en la guerra, pudieron volver al territorio de combate a visitar a los héroes que descansaban en el cementerio de Darwin, en las Islas. Eran las 9.55hs cuando arribaron a tierra malvinense, en un vuelo de LAN. Bajo un cielo despejado y sol resplandeciente, a las 11.40hs comenzó la misa a cargo del padre Miguel Martínez Torrens, capellán militar en Malvinas, durante todo el conflicto bélico.
Fue segundos después de comenzar la misa, cuando Alberto tomó el rosario que le había regalado su gran amigo, y comenzó a caminar entre las tumbas. De pronto se topa con una lápida que le llama la atención, junto a ella estaba la de su amigo. Un lema de “Aquí yace Vicente López de Cortez”, no bastó para identificarlo. Se puso de cuclillas y con el rosario en sus manos, comenzó a llorar. Entre susurros mencionó unas palabras, entre las cuales algunas le quedarán para el recuerdo. “Y llegué de nuevo… no tengo las fuerzas para esto… nunca las tuve. Jamás pensé que te irías de mi lado, luego de la primera vez que hablamos. Nunca comprendí que un jovencito de 18 años, pudiese haber vivido tal atroz situación. Pero no vine aquí a reprochar nada, sólo vine a verte a voz, mi gran amigo…”. Luego de hablarle un rato a la lapida, y de sonreír entre los llantos mas grandes de su vida, Alberto por fin entendió que todo había acabado. Y que ahora él y su gran amigo siempre estarían juntos. Como todos aquellos que acompañaban a Vicente en su lugar de descanso. Por que sólo ellos supieron la tortura, y malestares que pasaron y vivieron día a día. Sin contar la vergüenza que sintieron ellos y todos los soldados, al tener que rendirse, frente los ingleses. Y es así como muchísimos de ellos, en forma injusta, yacen como Vicente, en un cementerio de territorio dominado por el enemigo, con placas que los identifica, y la mayoría de ellos con una placa que los generaliza con “Soldado sólo conocido por Dios”.




María Florencia Vallée.

viernes, 9 de octubre de 2009

Fin de una ilusión

Los gritos de ansiedad mezclados con alegría, traspasaban los vidrios del micro. Los padres, con cara de emoción, sacudían sus manos despidiendo a los chicos. Una vez ya en camino, un hombre medianamente joven, parado en lo que se podría decir, centro del micro, con sus manos colgadas de los cajones superiores del autobús, indicaba que era el comienzo de los que los chicos conocían como, el viaje de egresados de quinto año.
Un año y medio, lleno de disputas, reuniones y visitas a muchas agencias de viajes, desataron un sueño tan esperado durante diez meses.
Ya caída la noche, las almas se iban desplomando en las sillas camas del micro, las voces y gritos se iban callando, hasta que finalmente fueron suplantados por el subtitulado de una película extranjera. El chofer susurrando indica que sus ojos le piden descansar y le solicitó al copiloto, le suplante su puesto. Como es costumbre de la labor, desviaron el autobús hacia la banquina y frenaron, cambiaron de chofer, y volvieron a arrancar camino a la ruta.
Eran las 14hs, cuando la caravana llegó a la ciudad de Bariloche. El micro estacionó con cuidado, a centímetros del cordón, y dos minutos después, un conjunto de gritos y pirotecnia llenaron el ambiente de alegría y emoción. Del mismo descendieron 68 jóvenes, los cuales eran compuestos por 15 mujeres y 53 hombres, quienes con sumo cuidado fueron repartidos por las distintas habitaciones del hotel.
Pasadas las 16hs, el grupo estudiantil marchó a lo que sería su primera excursión, sin pensar que sería una tarde para recordar por años. Todo comenzó con una instrucción de un coordinar, cuyo única regla del juego que consistía en decender por la colina de una sierra, era aferrarse a un “culí patín” y deslizarse por la ladera, a toda velocidad, previamente habiendo explicado el procedimiento del mismo. Es así que cuatro jóvenes iniciales descendieron sin problema alguno, la segunda tanda, ya mas canchera, no tardó más de cinco minutos en alcanzarlos, en la segunda colina dirección abajo, al primer grupo. Pero la dificultad no eran estos ocho chicos. Un grito de una de las jóvenes, llamó la atención de uno de los coordinadotes. Colgada con sus brazos intentó sostenerse de un borde de la ladera, con caída directa al precipicio, cuando diez guardias del entretenimiento, con trineos se deslizaron a toda velocidad para llegar al lugar. Pero este movimiento brusco por la ladera, originó un sismo en la misma, que provocó que la joven se soltara con sus brazos temblorosos, y cayera rumbo al vacío. Ésta trágica situación, desató la desesperación de la totalidad de los alumnos del secundario, quienes empezaban a dudar por la vida de la muchacha. Ésta aún inconsciente en la base, esperaba con ansias el rescate, que tardó veinte minutos en llegar debido al mal tiempo y niebla que se empezó a originar.
Ya entrada la noche y todos en el hotel, incluso la joven accidentada, trataban de sobrepasar la trágica situación de lo que fue su primera y ultima excursión.
Ahora llegaba la peor parte de día. La joven estaba viva, gracias a Dios, respiraba normal, ya no estaba agitada, sus pupilas reaccionaban y podía soportar la luz de su cuarto lleno de médicos. Su celular, aún sonaba con contactos que llamaban desde el hall del hotel donde se alojaba. Llegaba la hora de hablar con la familia. Los médicos ya acostumbrados no sentían remordimiento, pero los nervios de los padres acompañantes se notaban a flor de piel. Finalmente uno de ellos toma el valor y marca el código de provincia hacia Buenos Aires y el número local, una voz del otro lado contesta, y esta responde presentándose, luego de una charla, termina por informarle “gracias a Dios su hija esta viva señora… pero no pudimos hacer que camine, lamentablemente ha quedado paralítica… lo sentimos mucho.”. Del otro lado del teléfono, sólo se escucharon gritos de llanto y desesperación de una madre ya destruida. No bastó más que una mirada de la madre, que recorriera el cuarto de la niña, para ver la ropa de ballet de su hija, y sentir en su pecho un sueño destruido.

Pánico en la montaña

Mientras miraba su valija de reojo, una sensación de adrenalina recorrió su joven cuerpo. Era madrugada cuando Jeremías Varela tomo su equipaje y bajó, un poco apurado, por las escaleras de su vieja casa en Belgrano. En la puerta lo esperaban un grupo de chicos, una mujer apoyada en un auto plateado bastante nuevo, y un hombre de frente a ella, compartía una conversación amistosa con la misma. Unos minutos después la puerta de madera, abrió de par en par y salió Jeremías. Abrazos y saludos de alegría terminaron la espera. El auto arrancó y tomó la avenida principal con destino al aeropuerto de Ezeiza. Vanina, la joven a bordo, manoteó la cámara digital y comenzó a grabar el comienzo de esta aventura. Risas y chistes, en conjunto de saludos enviados a gente que jamás lo vería, componían la filmación. Llegadas las 6 y media de la mañana, el auto estacionó dentro de la playa del aeropuerto. Sus ocupantes bajaron apurados, pues estaban perdiendo su vuelo. Ya dentro del edificio, entraron y después de hacer los trámites necesario, esperaros subir al avión. Diez minutos de demora, terminó con la espera tan deseada. La llamada de una mujer por alta voz, indicó el comienzo del abordaje. Vanina, tomó su maleta y la de Jeremías, quien hablaba con su madre por teléfono. Un “te quiero” finalizó lo que podría haber sido la ultima llamada con su mamá. Una vez que los tres jóvenes estaban dentro del avión, se acomodaron rápidamente. Jeremías seguía ocupado con su celular, cuando una azafata se le acercó y le dijo “señor disculpe, no puede utilizar el celular a bordo” obligándolo a apagarlo. Éste desconforme y un poco enojado lo apagó. Casi dos horas de vuelo habían trascurrido, cuando el grupo de amigos se da cuenta que estaban llegando a la ciudad deseada. Una vez aterrizado el avión, y los pasajeros ya en el piso de embarque, una foto grupal, nuevamente fue tomada. Estaban en Bariloche. Los jóvenes tomaron su equipaje y salieron por la puerta de vidrio trasparente. Julián, uno de ellos, alzó el brazo exclamando “¡Aquí!”, y detuvo un taxi que recorría en ese momento, las puertas del aeroparque central de la ciudad.
Un poco apretados, estaban los muchachos en el vehículo, pero estaban bastante concentrados en la nieve que descendía lentamente desde el cielo. La nevada cada vez era más fuerte, lo que originó que los jóvenes tengan que dirigirse directamente al hotel donde se hospedarían, sin poder atinar a recorrer la ciudad.
El viaje turístico tenía como fin poner en práctica la profesión de Jeremías con sus 31 años, la cual era guía de montaña. En ningún momento los jóvenes dejaron de pensar en esa excursión tan importante, aquella en la que se basaba este tan deseado paseo por Bariloche. La nieve era cada vez mas fuerte aquellos días, lo que originó que recién el tercero fuera el elegido para hacer la recorrida. Aquel 4 de agosto, Jeremías y sus amigos terminaron de recoger sus esquís del hall del hotel Aguas del Sur, y se subieron a un micro que los esperaba desde hace varios minutos. En conjunto con otros turistas se trasladaron al cerro Catedral. No había pasado mucho tiempo hasta que lograron llegar al lugar. Seguían las filmaciones y fotos en el trasporte. El micro por fin se detuvo y los ocupantes descendieron hacia el suelo de la montaña, que estaba cubierto por una dura capa blanca de nieve. El piso estaba un poco resbaladizo, pero a los jóvenes no les fue problema para emprender la aventura. A pesar de tener en el paquete de viaje, un guía incluido, los jóvenes decidieron apartarse del grupo. Según ellos, Jeremías tenía el suficiente conocimiento académico como para guiarlos por la montaña. Comenzaron a caminar por el lado oeste de la misma, y cada vez se alejaron más del grupo turístico. Esto pareció no importarles, no causarles ninguna preocupación. Cada paso, fue metiendo más a los jóvenes en una zona rocosa y escarpada. De pronto Julián, comenzó a gritar y seguido de esto una bola de nieve calló en la parte trasera del cuello de Jeremías. Una pequeña guerra de nieve tuvo como resultado ese momento. Ellos no tenían en cuenta que no es conveniente esto, según especializados, más que nada en una zona no autorizada, como aquella lo era. Pero esto no los detuvo, y una fuerte sacudida del piso, hizo correr por el cuerpo de cada chico, el peor terror de sus vidas. De pronto la incesante melodía de un silencio absoluto, ocupo el lugar. El temblor cada vez era más fuerte. Los jóvenes empezaron a sentir cada vez más miedo. De la desesperación empezaron a correr, cada uno para un lado. Jeremías, quien no demostraba en absoluto sus sentimientos, intentaba calmar al resto, alejándose dos pasos y haciendo señas para llamar la atención de los otros. De pronto, la sacudida era insoportable. Un grito de Vanina, logró llamar por completo la atención de Jeremías. Este miro hacia arriba y no pensó más que en su familia. Menos de un segundo tardó en cubrirlos una avalancha de nieve y hacerlos rodar por la colina del cerro. No había más que miedo y profundos gritos de desesperación de cada uno de ellos. Manos que se entrecruzaban y gritos de dolor tras pegar sobre piedras.
Era mediodía cuando los jóvenes comenzaron su excursión por esta zona peligrosa, llegada las 3 de la tarde, no se tenían noticia alguna de ellos. Todos un poco heridos, trataban de escapar de la profundidad de la nieve. Rescatándose uno a los otros lograron juntarse en un costado de la ladera. Miradas entrecruzadas y llantos de desesperación, dieron a entender lo que sería o podría haber sido, la peor desgracia de todo el viaje: Jeremías no estaba. Gritos y más gritos. Los dos celulares a mano no funcionaban. Ninguna persona pasaba por el lugar en aquel momento. De pronto una señal de esperanza. Una llamada desesperante se escuchaba de lejos. Un llanto tremendamente sufrible venía de una superficie más baja de lo normal. Los jóvenes no tardaron más que un segundo en recomponer una energía que tiempo antes habían perdido. Corridas y gritos de nuevo en acción. Empezaron escarbar pero no lo encontraban. “¡No lo encuentro!” era lo único que decían los jóvenes. Y el pedido de auxilio, desde una profundidad desconocida seguía. Finalmente una muñeca sobrepasó lo que sería el suelo de la montaña. El brillo del sol, reflejado en sortija de compromiso de Jeremías, logró llamar la atención de Julián, y así lograr ubicarlo. Menos de dos minutos tardaron en desenterrarlo. Pero los gritos de dolor siguieron. Tras la rápida revisión que le hicieron al joven no sólo encontraron lastimaduras y golpes, además de huesos rotos, sino también su celular. Por desgracia no tenía señal, lo que originó más pánico de lo ya existente. Vanina, tomó el aparato y comenzó a caminar rápido hacia lo que sería un precipicio. De pronto unas pocas rayas de señal volvieron y un grito de alegría se lo informó al grupo de amigos. Media hora después un grupo de rescatistas deslizaba a pie por la ladera, mientras eran custodiados por un helicóptero que sobrevolaba la zona. El complejo operativo tardó más de dos horas en rescatar a los tres jóvenes de aquella peligrosa montaña.
Dos días más tarde la salida del médico al pasillo del hospital originó una charla de esperanza con cuatro de ellos. Jeremías miraba la noticia de su accidente por televisión, dentro de la habitación, cuando el médico les brindo a sus amigos el parte. No más que politraumatismos quedaron en aquel horroroso viaje. Sólo unas cuantas fotos y filmaciones alegres, quedaron como recuerdo de los pocos momentos vividos en Bariloche, aquellos que podrían haber sido los últimos en sus jóvenes vidas.

Peligroso Engaño

El sol comenzaba a acender por la ventana del dormitorio de la joven. La luz, reflejada a través de las cortinas de seda color blancas, iluminaba la cara de ella dormida profundamente entre las cobijas de su cama somier, un poco alejada de los ventanales de su dormitorio. Luchando por la ansiedad de empezar el día, y el cansancio generado por las actividades del día anterior, Florencia Vallée se levantó de su cama.
Atravesó el largo pasillo, que se establecía desde su dormitorio hacia las grandes escaleras que dirigían a una sala llena de adornos y retratos, cuya función era recibir a grandes figuras, amigas de la familia. La joven, un poco despeinada y con caminar más lento que muchos otros días, se dirigió hacia la otra punta de su casa, precisamente a la gran cocina resplandeciente, donde empezaba a sentir un extraña sensación, y junto con ésta un pensamiento absurdo “habrá quedado algo de anoche”. Acercándose a la heladera, comenzó su búsqueda por, lo que ella asumía una debilidad, como lo eran las tortas de chocolate. Florencia se sentó en su silla preferida, ubicada en la punta, a su lado la esperaba con una sonrisa y tomando un café, un hombre con barba y pelo canoso. No era su padre, ya que el mismo, según contaba la madre, había muerto en un accidente automovilístico provocado por una carretera y un mal clima, poco tiempo después de haber nacido la joven. Este hombre, llamado Jack Visualrs, era su padrastro, un hombre que consideraba a Florencia aquella hija que nunca tuvo. Al terminar de desayunar la joven, empujó el plato de cerámica negra, hacia el centro de la mesa, miró de reojo a Jack y con una leve sonrisa y una cara de cómplice, lo despidió para volver a su dormitorio.
Una vez en su habitación, tomó su mochila negra de la alfombra color violeta, apoyada sobre la madera oscura del piso del dormitorio, agarró su celular y auriculares y salió como muchos de sus días libres. En la puerta, la despidió una mujer, vestida con un camisón de seda rojo y una bata del mismo color, quien la vio decender de las escaleras, desde la silla de al lado de su padrastro, en la cocina, y la detuvo antes de que salga, con una sola frase “nadie se va, sin un beso de despedida”. Esta dama era Rouse Feldmen, la madre de Florencia.
Con la mochila en su espalda, cargada de cosas para muchos innecesarias, empezó a caminar hasta el frente de su casa, cubierto de rejas negras que bloqueaban la vista de cualquier intruso. Florencia tomó el picaporte de la reja, y salió a la calle.
Como muchos sabían, y los padres de Florencia ocultaban, la familia poseía una gran fortuna, basada en el éxito de la compañía petrolera de los padres de la joven. Este fue un dato certero que provocó la tortura de largos momentos, comenzados ese día.
Florencia dobló la esquina, con paso ahora si ligero, sin un destino preciso, sino más que dirigirse al parque a leer su libro habitual “La casa maldita”.
Lo que la joven desconocía era que varias personas sabían de su existencia, de sus horarios y sobre todo, su fortuna. Lo que la joven no sabía era que hacia cuatro meses le venían siguiendo los pasos. Florencia llego hasta la cuadra anterior al parque, cuando un auto negro con vidrios poralizados encendió su motor. Encerrada en su mundo de música electrónica del mp3, camino por el césped verde mojado por las lluvias del día anterior, hasta llegar a un rincón donde ya el mismo se había secado. En ese momento, sonó su celular. Del otro lado una voz amenazante paralizó a la joven, y una frase del tercero descripta como “tus padres fueron los primeros, vos sos la siguiente” provocó un desmayo en la joven. Fue en ese momento donde el auto negro estacionó sobre el cordón de la vereda más cercana al sitio de la joven, y del mismo, dos hombres con trajes y capuchas negras en sus rostros, comenzaron a correr a paso veloz y tomaron a la joven por su brazos y piernas, y en menos de un minuto la introdujeron en el automóvil. Cuando Florencia reaccionó se encontraba en un cubículo más que pequeño, donde sólo penetraba un rayo diminuto de sol, y cuyo piso se movía velozmente. Encerrada en el baúl de un automóvil, ahora rojo, cruzó las Autopistas del Sol, con rumbo desconocido.
Ya siendo las 17hs, su padrastro, preocupado, comenzó a llamar al celular de la joven. Al no tener respuesta, preocupado corrió con sus pasos nerviosos hacia la habitación de su mujer, y con las manos temblorosas despertó a Rouse, la madre de Florencia. Esta, empezó a sentir taquicardia y a imaginarse lo peor. Ambos sabían que no era extraño que algo malo suceda, después de la amenaza recibida hacia una semana en la oficina del hombre. “No podemos permitir que viva encerrada, son asuntos nuestros y una joven de 18 años no tiene porqué preocuparse por las deudas de sus padres”… Eso fue lo que le planteó días después, Jack a Rouse.
La noche se acercaba, las agujas del reloj de madera antigua, colgado en la chimenea de la sala principal, estaban por marcar las 20hs, cuando un sonido escrupuloso, invadió de temor toda la casa. Al contestar el teléfono, Jack escuchó una voz amenazante y agresiva que confirmo sus temores: “tenés dos horas para entregar los 3 millones que debes, ni mas ni menos… tres millones, o en un sobre blanco empezarás a recibir souvenirs corporales”. Sin duda, tenían a Florencia. ¿Tan injusta era la vida? ¿Porqué los seres humanos no comprenden que los hijos no son responsables por las acciones de sus padres?
Invadida por el frío y el temblor de su cuerpo, Florencia sólo tenía una pregunta en su mente de adolescente “¿Porqué?”.
Pasaron tres meses. Las negociaciones no eran más que un tira y afloja. Florencia, ya no pensaba, no vivía.
Lo que la joven desconcía era el motivo. La policía también. Ya a esa altura los teléfonos intervenidos las 24hs. La casa, repleta de gente durante el día, y con pocas almas durante la noche. Cada timbre del teléfono, una desesperación envuelta en esperanzas y con ruego del milagro. La suma había disminuido, gracias a pedido interminable de los padres de Florencia, quienes insistían que era imposible, aún sabiendo que todo lo imposible podía convertirse en posible.
Florencia, con sus 18 años, conocía el trabajo de sus padres. Sabía que se dedicaban a una empresa familiar de muchos años, cuyo propósito era extracciones petrolíferas. Pero no siempre fueron sinceros en todo respecto. Años atrás, problemas económicos en la familia, los cuales conocía, junto con grandes crisis del país, indujeron a la compañía de sus padres a caer en una crisis financiera profunda. Los meses pasaban y la empresa sólo veía el futuro de forma oscura, terminando en el cierre. En esa época, como lo es ahora también, existían los famosos prestamistas, cuyo dinero que otorgan, tiene un inicio desconocido, pero si un final muy comprometido. En ese momento, la joven, cursaba comienzos de la secundaria, todo era muy complicado para los padres, y sobre todo la idea de explicarle a una niña de 13 años, como sus padres estaban a punto de la quiebra.
Fue complicado para ellos tomar la decisión pero cuando se les presentó la oportunidad, no tardaron en aceptarlo. Sabían que no todo era color de rosas en ese negocio y además de arriesgar su salud física, en el caso de falta de los pagos, pusieron en peligro la vida de la persona y heredera directa, por ser hija única, como lo era Florencia.
Ya había pasado más de 4 meses. El mundo de Florencia disminuyó a una habitación de cinco por cinco. Y una familia, compuesta por secuestradores que la torturaban y maltrataban día tras día. Lo que para ella era sagrado, y que colgaba diariamente de su cuello, ahora no era mas que un crucifico tirado en una esquina del cuarto. Enojada con el mundo, veía pasar su vida, sin esperanzas de volver a vivir de nuevo.
Luego de varias negociaciones, se consiguió un progreso en esta crisis diaria. Los secuestradores habían disminuido la suma a dos millones. Pero con un solo fin. Además de entregar el dinero, Jack tendría que entregarse con este.
La madre desesperada tenía como hogar el hospital, tras ataques de estrés y pánico diarios, además de problemas de salud que surgían de ellos. Sin tener conocimiento de este arreglo, Rouse había entrado en coma por un paro cardiorrespiratorio, ocasionado por un pico de presión un el día pactado para el canje.
Con cinco meses de negociación, se establece la entrega. Florencia ya con su salud deteriorada, sus pupilas y rostro irreconocibles, y su disminución imaginable de peso, fue sacada del cuarto donde estuvo guardada. Sin la aprobación de la policía, y la desesperación de todo el entorno, una noche sin previo aviso y escapando de su casa llena de gente dedicada a la investigación del caso, Jack se dirigió al lugar pactado.
No eran mas de las cuatro de la mañana cuando atravesó la Autopista del Sol, con su camioneta cuatro por cuatro color negra con vidrios poralizados, hasta la cuidad de La Plata. Ya pasadas las cinco de la madrugada, entró en una carretera, rodeada de árboles de punta alta y césped sin podar, con un alto de más de cincuenta centímetros de alto. Sus palpitaciones eran cada vez más aceleradas, sus ojos llenos de lágrimas trataban de visualizar el camino lleno de neblina. En el asiento de atrás, dos bolsas de consorcios con fajos de billetes de cincuenta y cien dólares, esperaban su destino. Mientras manejaba sólo pensaba, no razonaba, estaba dispuesto a todo, pues Florencia era su hija, esa que nunca tuvo, pero que cuya vida es dedicada y exclusivamente vivida por ella. El teléfono celular digital que yacía en el asiento de acompañante comenzó a sonar. Jack manoteó el mismo, y con sus manos temblorosas lo atendió. Una voz del otro lado le comunico la noticia que provocó el vacío mas impactante que un ser humano puede sentir: “Sr. Visualrs… su mujer acaba de fallecer…”. El automóvil frenó de repente. Después de mirar las agujas de su reloj suizo de la mano izquierda, recordó toda su vida en un segundo, su mano rozó su cara llena de temor, miró el cielo estrellado, que lo envolvía en esa carretera oscura y rodeada de árboles de punta alta, y un quiebre de dolor y angustia comenzó el llanto, para muchos interminable, de Jack.
Varios pensamientos comenzaron a pasar por su cabeza… “¿Cómo sigo ahora?” “¡¿A quién más me vas a quitar de mi vida Dios?!” “¡Entrego mi vida, pero no me quites a la única persona que me queda!”… “Por favor… Dios, cuídala como yo nunca tuve el valor de hacerlo, y ámala como siempre se lo mereció”.
Después de un largo rato de llorosos y angustias, encendió el motor nuevamente y transitó el trayecto final de la carretera. Luego de cruzar un puente, ya un poco viejo y a punto de derrumbarse por sus fierros oxidados, frenó nuevamente la camioneta y bajó de la misma. Aún estaba en medio del descampado de la carretera, pero esta vez, abrió las puertas traseras del auto, tomó con sumo cuidado y de las manijas que tenían en sus puntas las bolsas, y sobre el césped viejo y reseco, las arrastró por medio del descampado.
Esa noche oscura, lo menos que se podía imaginar Florencia era que iba a volver a vivir, respirar, correr por los parques, leer como siempre en esas tardes de primavera que la envolvían con la suave brisa. Ya acostumbrada al maltrato constante, la joven bajó de un falcon negro. Un hombre encapuchado con un pasamontañas gris oscuro, la zamarreó del brazo y le dijo lo que hubiese sido la última frase del calvario: “espero que tu papá cumpla, esta tortura se la debes a él, agradéceselo como regalo de cumpleaños… ah felices 19, me olvidaba”. Una sombra de un hombre robusto y de estatura alta se acechaba a lo lejos. Las palpitaciones de Florencia comenzaron a aumentar, esperaba lo peor. Sin reconocer a Jack, Florencia se cubrió con sus delgados y desnutridos brazos cubiertos de su ropa rota y maltratada, el rostro ya sin esperanzas de una joven secuestrada. Al acercarse Jack, entrega las bolsas, y luego de tomar a Florencia con un abrazo desesperado y cubierto por ansiedad, retrocede y la coloca a sus espaldas. Las estrellas reflejaban el césped del descampado, cuando el padrastro de Florencia, en medio de la desesperación y angustia por su vida llena de dolor y sufrimiento, saca de su cintura un revolver y dispara a quemarropa a uno de los secuestradores que en ese momento estaba apuntando a Florencia. Esta asustada y atemorizada, empieza a correr para el lado de la carretera que ahora comenzaba a humedecerse gracias al rocio de la noche. Más disparos y ráfagas de fuego ve la joven desde un extremo de la carretera. De repente, un silencio profundo envuelve el lugar. Florencia aun sin tomar valor, comienza a caminar en forma precipitada nuevamente al lugar del hecho en busca de su padrastro, quien yacía herido por una bala en su pecho, cercana a su corazón. La joven desconsolada empieza a gritar en busca de ayuda y le quita el arma, pero que mas personas que la banda secuestradora y la familia, había en el lugar. Una mano tapa el rostro de la joven, uno de los secuestradores le apoya su revolver en la cien, cuando enfrente otro de sus pares, grita desesperadamente un “¡No!”; un disparo por parte de éste atraviesa el cráneo del antes amenazador de la joven, y lo mata en el acto. La joven observa en el piso a Jack, ya en sus últimos minutos de vida, y al levantar su mirada hacia el frente, observa al otro secuestrador, quien ser retira de su rostro agresivo, el pasamontañas que llevaba para ocultar su identidad… Éste, con sus nervios a flor de piel y por miedo que se descubra el secuestro al dejar a la joven con vida, produce un disparo con su revolver, en el pecho de la misma, lo que la obliga a caer. Instantes más tarde un tiro en la cien de este hombre, le quita la vida, tras Florencia, con el revolver de su padrastro, dispararle con sus ultimas fuerzas.
Luego de unos instantes, llegan las autoridades quienes logran trasladar a la joven al hospital más cercano, donde se recuperó favorablemente.
Al interrogarla días mas tarde, la policía, le indican que estaba la posibilidad de que su padre biológico no este muerto, y siga con vida aún después de una gran mentira generada por su madre, para separarlos. Con gran emoción, Florencia toma con sus manos temblorosas la fotografía que le brindaban ellos, con la imagen de su posible padre. Con una tremenda angustia y desagrado, deja caer la foto, una imagen con el mismo rostro de su secuestrador, a quien luego herirla, ella le dispara y termina con su vida.

Cambiando Rumbos

Al final de aquel salón, con luces medianamente bajas, espera una mujer. Lleva puesto, lo que ella considera, su mejor vestido. De negro satén, resplandece mientras repica sus delicados dedos sobre el mantel rojo. Un poco nerviosa, un tanto impaciente, siente que parte de su vida cambiaría de alguna forma aquella noche. A pesar de muchos involucrados con distintos pensamientos, decide no ceder a la tentación de seguir un consejo amigo. Mira rápidamente su entorno: risas en combinación de una torta de cumpleaños que avanza por una esquina, con dirección a una mesa llena de multitud… Y la mujer sigue esperando. Cada minuto, un siglo. La taquicardia va desapareciendo. Después de esto, se da cuenta que sólo quince minutos habían trascurrido desde su llegada. Finalmente la odisea termina. Un hombre de traje oscuro avanza por el salón con caminar elegante, saluda con un dulce beso a su amada y se sienta junto a ella. “¿Qué celebramos cariño?”, pregunta curioso él. Enseguida dos copas de champagne son apoyadas en la mesa; el hombre levanta una de ellas en señal de brindis, a la espera de que la mujer haga lo mismo. Al no ver este gesto realizarse, el hombre nota lágrimas en los ojos de ella. “¿Estará pensando lo mismo?” se pregunta la mujer. “¿Hice algo que te decepcionó?” ya nervioso plantea él. Ella niega con la cabeza y levanta su mirada. Alza una copa de agua, que esperaba su momento junto a las demás y seguido a esto esboza una sonrisa. Finalmente esperanzada, dice “lo logramos cariño, ¡estoy embarazada!”.